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ENFERMEDAD Y
MUERTE DE
DON JUAN ENRIQUE WHITE
DON JUAN ENRIQUE WHITE
23 DE SEPTIEMBRE DE 1925
Por GUSTAVO WHITE URIBE ( 1888 – 1969 ), su hijo.
Cowes, 2 de abril 1846
Mi papá se redujo a la cama a principios de julio del presente año. Desde
que dejó de trabajar y la casa quedó a mi cargo, noté la preocupación que tenía
por su salud y por los muchos remedios y fórmulas que tocaba comprar y pagar;
se le había desarrollado la idea de no a remedios, idea que subió de punto en
los últimos tiempos.
Primero, cuando lo tenía en la casa de la calle de Girardot lo veía con
mucha frecuencia el doctor Vespaciano Peláez, quien continúo viéndolo hasta
algún tiempo después de haberlos pasado a mi casa propia de la calle de la
Argentina. Como médico de cabecera estuvo hasta el último día el doctor Ernesto
Rodríguez y se le consultó a otros médicos, entre ellos al doctor Calle. En
Panamá consulté también con el famoso doctor Harry del Hospital de Panamá y me
dijo que era imposible el éxito de la operación de la próstata a esa edad y en
el estado general en que se hallaba el enfermo. Preocupado por la salud del
noble anciano no continuamos nuestro viaje de bodas y regresamos sin tener
noticias de él hasta Puerto Berrío, donde Mr. E. A. Probst nos dijo que mi
padre estaba muy mal.
Al día siguiente regresamos a Medellín donde hallamos a Enrique, Guillermo
y Helena al cuidado del enfermo. Estos buenos hermanos, a pesar de su pobreza y
de las numerosas familias que tienen, volaron al lado del enfermo porque sabían
que yo estaba ausente. Durante quince días estuvieron los cuatro prodigándole al
enfermo toda clase de cuidados y remedios hasta que la necesidad obligó a los
tres a volver al lado de sus familias y quedé prácticamente solo al cuidado de
papá, pues por circunstancias de la enfermedad mi mamá y María nada podían
hacer más que prepararle y traerle algunos alimentos. La situación se hizo más
grave cuando mi tía Esther, madre de María se agravó en su enfermedad.
Papá no daba casi un solo momento de descanso, sobre todo después de la
obstrucción de la médula de la vértebra de la cintura para abajo. Cada instante
había que moverlo, levantarlo sobre almohadas, sacarlo, bajarlo al suelo, ponerlo
en la hamaca, aplicarle sonda, remedios, inyecciones y darle los alimentos. El
médico venía dos veces al día, y cuando quedé solo, un enfermero me ayudaba en
mis tareas y a trasnochar.
Desde el domingo 20 de septiembre
comenzó a serle difícil la pronunciación y pocos días antes no distinguía las
personas sino de vez en cuando. A mí me llamaba “doctor” en inglés y una vez le
dijo a mamá que quien era ella, que de donde y quien la había traído. Las
últimas palabras que me dijo el 20 y 21 fueron en inglés, “lift me up”, “put me
on the floor”, “twist me around”. Y por último dijo en español muy claramente
“campo”. Desde el domingo 20 ya no dio señales de conocer a nadie; el 21 me
dijo el doctor que debíamos avisar a la familia nuevamente, lo cual no hice por
parecerme ya inútil y por no ponerlos en nuevos trabajos, lo mismo opinó
Julián. También me preguntó ese mismo día el doctor, si todo lo referente al entierro
estaba listo. Con tiempo se había arreglado todo esto, pues con desprendimiento
que todos debemos apreciar, Fernandina y su familia no quisieron que comprara
yo el local en el cementerio sino que ocupáramos una de las bóvedas de ellos, y
Julián me avisó por medio de Elena que él haría todos los gastos del entierro,
comisionando para ello al inmejorable amigo Don Jorge Uribe Misas a quien
debemos estar muy agradecidos.
Muchísimos amigos venían a ofrecerse para ayudar de noche, entre ellos Don
Luis Johnson, Manuel Mejía P., Roberto Ochoa, Jorge Uribe Misas, Ramón Peláez
F., y muchos otros. Inútil me parecía dejar estos buenos amigos, y como Julián
estaba con un fuerte catarro tampoco lo invitaba a que se quedara, pues el
pobre lleno de ocupaciones y preocupaciones profesionales y políticas no era
justo hacerlo trasnochar. El 22 vinieron, también, mis cuñados, entre ellos el
doctor Juan Uribe Williamson, a quien le pareció mi papá gravísimo. A Julián le
dije que se fuera, que yo lo llamaría por teléfono si algo ocurría. Desde las
diez y media de la noche nos quedamos solos; mi mamá, María y yo. A las doce
hice acostar a María debido al mal estado de salud y la preocupación que tenía
por su madre, quise hacer lo mismo con mi mamá, pero ella se negó diciendo que
no me dejaba solo con el enfermero y que ella quería cerrarle los ojos a su
viejito.
Presencia de ánimo y gran valor de mamá casi no tiene similares en la
historia de las matronas abnegadas y valerosas, solo tuvo ella una decaída el
domingo 20 y el 22 por la noche, de las cuales logré reponerla, pero solo Dios
sabe como, pues yo me moría de dolor y hacía esfuerzos sobrehumanos para atajar
las lágrimas. Sentada a la cabecera del noble anciano, con sus manos sobre las
mías, observaba cuidadosamente el pulso y la respiración y seguía paso a paso
las instrucciones del médico: a mañana y noche se le ponían las inyecciones
alternadas de estricnina y aceite alcanforado. Desde el 21 fue imposible
hacerle tomar las cucharadas narcóticas y solo se le ponían las inyecciones de
Sedol una vez al día. El 22 por la noche, mientras mi mamá y el enfermero
rezaban, yo atendía al moribundo y a mi esposa que estaba en muy mal estado de
nerviosidad. Poco después de las doce de la noche principió la agonía, notable
por la debilidad e intermitencia del pulso, pues la respiración, aunque cansada
era acompasada y regular. Poco antes de la una de la mañana la tensión de los
miembros cedió y vino la relajación del moribundo, pero nada le dije a mamá,
pues si yo sentía aquella inmensa angustia indescriptible, que no sentiría la
pobre ¿viejecita? – No me niegues, me decía ella, dime cuando esté agonizando –
y yo me conservaba un rayo de esperanza, le decía: no mamacita, el no se muere
ésta noche, y poniéndole la mano sobre la arteria del estómago le hacía notar
lo fuerte que aún tenía el pulso, pues ya en las manos no lo podía pulsar. Un
instante antes de las tres y media noté que la intermitencia del pulso sobre la
arteria era más pronunciada y que la vida se iba. Entonces le dije a mi mamá:
“ahora si mamacita, está agonizando”; la noble y valerosa anciana se levantó de
su asiento, y, le dije: “mamacita, déle un beso en la frente y dígale adiós”.
Lo besó diciéndole “adiós viejito
querido”, se arrodilló a rezar mientras él exhalaba el último suspiro un
instante después. Corrí al teléfono y llamé a Julián, luego fui a la pieza de
María y la encontré ya vestida, después de que ambas rezaron las hice salir a
la sala y me dediqué a lavar con alcohol el cadáver, ya lavado y todo lo demás lo
vestí con la sábana después de cerciorarnos de que estaba muerto. Después de estar todo esto terminado
llamé de nuevo a mamá y a María quienes volvieron a rezar más. Poco después
llegaron Julián y Elena quienes se dedicaron al arreglo de la casa y a otras
cosas importantes del momento. Antes de las cinco de la mañana llegaron los de
la agencia mortuoria. Ayudé algo más después de esto, pero viendo que mi
presencia no era ya necesaria y yo no podría soportar más tan honda angustia,
me deslicé a mi alcoba sin darme cuenta de ello y me dejé caer en una silla
donde lloré como un niño hasta que Elena, en sus idas y venidas para arreglarlo
todo, me vio o me sintió y envió a Julián. Este noble y buen hermano me
consoló, pues cuando lo abracé no me sentí tan abandonado; el pobre no podía
hablar casi y me puso de manifiesto que si mi madre me veía sin duda perdería
su valor. María llegó al poco y sin decirme nada me abrazó. Ya más calmado,
volví y por orden de mamá le puse una almohadita más al cadáver de papá para
que – como decía ella – no quedara tan estirado.
A poco empezó a llegar gente hasta que la casa quedó llena y muchos
tuvieron que permanecer en la calle hasta que salió el entierro a las diez de
la mañana. A pesar de lo temprano los amigos y amigas enviaron una infinidad de
coronas muy hermosas y el entierro fue muy concurrido. Convidaron al entierro,
además de la familia, las EE. PP. MM: la Dirección General de Caminos y la
junta del mismo nombre. Hubo en el entierro 23 coches y varios automóviles. Todos
los periódicos de la Ciudad han hablado muy hermoso de papá – El Correo
Liberal, El Colombiano, Colombia, La Defensa - . Inútil decir que el entierro
fue de primera clase y que casi no faltó ningún amigo. Julián, Elena y yo
fuimos al cementerio con todos los amigos. Temía el regresar a casa pero muchos
amigos y amigas entretenían a mi mamá y a María y mi tristeza no se rindió sino
cuando volví a quedarme solo en mi pieza y lloré un buen rato hasta que vino
María.
Imposible me es describir mi angustia cuando arreglaba el cadáver…. ¡Mi
padre aquel hombre fuerte y robusto que supo desafiar todos los climas y todas
las vicisitudes de la vida y el abandono en que lo dejaron los amigos por ser
pobre!, mi padre, ah, ya no mi padre sino su cadáver inerte entre mis manos que
por íntimo respeto no se atrevían a tocarlo, ¡Cuanta angustia indecible y
cuanto dolor desconocido y profundo sentí!
Para terminar debo decir que seis días antes de morir me llamó y me ordenó
que trajera papel y tinta; y como no pudiera escribir con pluma le traje lápiz
con el cual tampoco pudo escribir. Entonces le rogué que me dijera que quería
decir y con palabras bien dichas y coordenadas me dijo:
“Quiero que mis hijos sepan que
muero en la pura fe católica, que como no tengo bienes raíces e inmuebles ni
nada, solo les dejo un nombre honrado. Dejo, pero hoy no vale nada eso, unos
terrenos en las minas de Piedras y en las cien mil hectáreas y Murrí. Y no dijo
más, pues fatigado se adormeció y no volvió a referirse mas que a su
enfermedad. En las palabras entrecortadas que decía a veces recuerdo éstas: “Occidente,
Urabá, Turbo, Campillo” que decía con intervalos a veces de un día. Cuando dijo
el nombre de Campillo dijo otras cosas de las cuales solo comprendí “tagua”.
Quizás pensaba el noble anciano en esa fuente de riqueza de Occidente a favor
del adicto amigo que tantas demostraciones de sinceridad y cariño le hizo a mi
padre y nos ha hecho a todos los de la casa.
Mi papá se confesó en dos veces antes de morir con el padre Daniel Restrepo
Uribe: el cura párroco de la Iglesia de El Sufragio; le aplicó los Santos Óleos
e padre Luis, Carmelita le aplicó las indulgencias de la Virgen y la grande de
éste año. De manera que en materia religiosa nada le faltó. Tampoco le faltaron
los cuidados, ni médicos, remedios, por lo cual yo quedé satisfecho y lo
comunico a mis hermanos con el mismo objeto.
El doctor Joaquín María Arbeláez ha tomado un gran interés por escribir y
formar una corona fúnebre con todos los escritos de mi papá, y debemos
agradecer este noble proceder del noble anciano por quien mi papá tuvo tanta
deferencia y sincera amistad.
Yo creo que si algún día los pueblos de Occidente por los cuales él luchó
tanto, quieren hacerle una demostración perpetua de su agradecimiento, deben
poner sobre la placa conmemorativa éstas palabras que se hallan en la página
124 capítulo X del Informe de la Comisión del Ferrocarril Intercontinental: “Hombre
honrado y estimado por la sociedad, caballero excelente, entusiasta topógrafo
que da valiosos informes tan fácilmente como caen de la encina las doradas
hojas, en pródiga retribución del suelo en que se posa”.
Nos queda nuestra madre, noble y valerosa, genuina exponente de una raza
que ha sabido poner su nombre en los más altos y limpios escalafones de la
patria. Por ella debemos lucha para que sus últimos días sean tranquilos y la
podamos rodear de todos los cuidados que merece y necesita.
Con un abrazo de cariño para todos en ésta hora de prueba, termino ésta
narración que me ha parecido un deber hacer para los ausentes.
GUSTAVO TITO WHITE URIBE
1888 – 1969
1848 -1938
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